Quiénes somos

Cuca Villén (Manager)

   La mayor parte de mi vida la he dedicado al teatro. Estudié en la Escuela Superior de Arte Dramático, he sido actriz, y llevo unos años ocupándome de la promoción de obras teatrales. El teatro es palabra, y no me ha resultado difícil llegar desde él a la música clásica, que es también lenguaje, otra forma de lenguaje. No olvido que en el teatro tiene tanta importancia la música que llevan las palabras como la letra que las contiene. La expresividad del actor es el secreto de su arte. Porque las palabras tienen sonido además de sentido, tienen música, y hay que saber extraérsela. Ahora he decidido ocuparme, además, de la promoción de orquestas e intérpretes de música clásica, convencida de que la música es voz, del mismo modo que la voz lleva dentro su propia música. La palabra hablada no es el único lenguaje del hombre, ni siquiera el más expresivo. Si la palabra es la casa del ser, como quería Heidegger, la música clásica es su playa, el ameno mar al que va el ser a reponerse de las insuficiencias de la palabra. Después de oír el Concierto Emperador, de Beethoven, interpretado con la distinción que su grandeza exige, ¿con qué palabras podríamos expresar todo lo que hemos sentido? ¿Inmenso? ¿Sublime? ¿Grandioso? ¿Genial? ¿Homérico? Todo eso es nada, y no describe en absoluto lo que acabamos de escuchar. No se puede decir más, pensamos, con ninguna palabra. Exactamente. Porque la música clásica es lenguaje, y con su propio lenguaje hay que juzgarla. Y ese lenguaje hay que aprenderlo, como de niños aprendimos el que nos diferencia como especie. Lo inefable no puede describirse con otro lenguaje que el de lo inefable. La fuerza de una sinfonía, de su interpretación, es inexpresable. Llega dentro y se queda para siempre, o no llega. He ahí todo. Y si se queda, después de oír a Beethoven, a Bach, a Schumann, nos podremos decir: He estado en contacto con la belleza durante una hora. Ya no soy el mismo de antes. Dure lo que dure este cambio, lo guardaré devotamente en la memoria de mi alma, para acudir a él en los momentos de desolación. Así entendida, la música clásica es una forma de salvación personal. La música clásica es sentimiento y pensamiento, el refugio donde mejor se acomoda nuestra inteligencia emocional.
          Para elegir a los artistas que represento, me esfuerzo en conocer su obra. En mirar y oír su obra. Todas las interpretaciones musicales que escucho guardan relación con otras interpretaciones musicales que he escuchado de otros artistas. Buenos intérpretes, grandes intérpretes, sin duda. Pero yo elijo a mis representados no por su jerarquía en el escalafón, en la que no creo, sino por la diferencia. Por su forma diferente de interpretar. Para comprometer mi trabajo con ellos necesito convencerme de que, aunque otros han interpretado e interpretarán lo mismo que los míos, nadie lo ha hecho todavía de la forma en que ellos lo hacen. No con su estilo, no con su gracia, no con su expresividad.
          La música clásica necesita una determinada temperatura para existir, y ese calor se lo da el intérprete, no el autor. Cada pianista, cada violinista, cada orquesta interpreta las grandes obras con un ritmo, con un gesto, con un vuelo de la mano que lo hace diferente, que lo adapta a él. Cuando ese intérprete o ese conjunto dan con el tono adecuado, el público descubre que ese modo de crear música únicamente puede pertenecer a ese artista. Y entonces lo sigue. No porque sea el mejor, que nadie es el mejor, sino porque es distinto, porque con su personalidad artística le transmite algo único, que en eso consiste la diferencia. He oído a músicos que no fallan una nota, técnicamente perfectos, y que a mí me resultan fríos como peces. La perfección puede desembocar en la monotonía de la personalidad. Oír siempre lo mismo, interpretado de la misma manera, insoportablemente correcta, conduce a la melancolía, que es la dimensión literaria del aburrimiento. Lo que queda, al final, es la obra interpretada con belleza, no la publicidad sobre el artista. De mi experiencia teatral recuerdo, por su relación con esto que escribo, el comienzo de “La importancia de llamarse Ernesto”, de Oscar Wilde. Uno de los protagonistas acaba de tocar el piano, y dice: “No toco con precisión, cualquiera puede hacerlo, sino con admirable expresividad. En lo que al piano se refiere, mi fuerte es el sentimiento. Dejo la ciencia para la vida”. El gran intérprete es el intérprete distinto. En sus manos, cada obra musical es una obra nueva; cada interpretación suya es otra creación de lo creado. Él no se limita a repetir la letra, le da su propia voz. Y para adquirir estilo propio, que marca la diferencia, hace falta un duro trabajo diario, mantenido durante toda la vida. Eso no tiene nada que ver con dejarse llevar por el manso río de la moda y su exagerada publicidad.
           Estos son actualmente mis representados: el pianista Pablo Amorós, Madrid Soloists Chamber Orchestra, la viola Wenting Kang. Y sigo buscando la diferencia.

Elena Montes 
(Gestión de Artistas y giras Internacionales)

La música es imprescindible para dejar volar el alma y dar color a mi vida

Descubrí la magia del teatro en la adolescencia, pudiendo licenciarme en Arte Dramático después.  Aprendí a respetar mi profesión y a entenderla desde dentro, mientras disfrutaba de los escenarios. El teatro me ha regalado vivencias que me han hecho crecer como ser humano.
En los últimos años he recorrido Europa y América trabajando en turismo como Coordinadora Creativa, dando importancia a un mundo sostenible, en torno a la ecología y la salud.
He trabajado con equipos internacionales, en los que al principio ni siquiera hablábamos el mismo idioma. Siempre con un lenguaje común y universal: la pasión por lo que uno hace.
Desarrollar mi trabajo ha despertado en mí la curiosidad, la capacidad empírica de entender las diferencias maravillosas que cada cultura aporta.
Por eso es tan importante poder ofrecer programas creativos que aporten valores, y que nos muestren la diversidad y la magia de lo que está aún por descubrir. 
Pero si hay algo que ha marcado mi vida es: La Música.
Era una tarde de verano…apenas podíamos soportar el calor cordobés de una siesta imposible. De repente, bastaron cuatro notas y el mundo se paró. Fue la primera vez que, siendo una niña, escuché el piano. Puede que todos conocieran el “Para Elisa” de Beethoven, pero aquella tarde para mí, fue más que una melodía. Sentí una energía tan inspiradora que, aún hoy, queda grabada en mi corazón.
La música es eso.
Tiene el poder de provocar recuerdos imborrables, de invertir sentimientos, de hacernos soñar, de hacernos creer que somos capaces de todo…
Gracias a la música, encontré mi forma de expresar sin límites. 
¡La danza!
Porque cuando las palabras se quedan cortas, la vibración de las notas hace palpitar mi corazón, llevándome a bailar al ritmo de mis sentimientos. Esos que la música, tocada desde el alma, provoca siempre.
Poder dedicar mi tiempo a hacer llegar esa magia a todos los rincones del mundo da sentido a mi camino y recoloca mi viaje.
Poder revivir a grandes compositores a través de artistas auténticos, es un lujo que debería estar más al alcance de todos.
Poder representar a intérpretes de melodías que cuentan historias y que definen personas, abriendo sus corazones de par en par sin miedo alguno, es maravilloso.
Porque la cultura nos une y la música nos inspira siempre.
Porque nos mueve por dentro y nos deja con ganas de más.
Porque nos provoca.
Porque nos hace sentirnos vivos.
Y, en mi caso, porque es mi pasión y porque no puede ser de otra forma.
Como decía Etta James “If I did it any other way, it wouldn´t be me”

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